Cardenal Ouellet: la Iglesia, sacramento de la misericordia en América
Cardenal Ouellet: la Iglesia, sacramento de la misericordia en América
BOGOTÁ, 28 DE AGOSTO
INTRODUCCIÓN
«Hay momentos en los que de un modo mucho más intenso estamos llamados a tener la mirada fija en la misericordia para poder ser también nosotros mismos signo eficaz del obrar del Padre. Es por esto que he anunciado un Jubileo Extraordinario de la Misericordia como tiempo propicio para la Iglesia, para que haga más fuerte y eficaz el testimonio de los creyentes» (Bula Misericordiae Vultus, 3) (MV).
Este llamado del Papa Francisco resuena hoy en el continente americano gracias a la iniciativa de la Comisión Pontificia para la América Latina y de la Presidencia del CELAM, que han promovido en estos días una celebración continental que simboliza la movilización general de nuestras comunidades en el territorio. El llamado del Papa convoca a cada uno personalmente, pero también nos llama como Iglesia, es decir, como comunidades diocesanas diseminadas sobre este inmenso continente desde el Norte canadiense hasta la Patagonia, incluyendo el Caribe en su diversidad y a las Islas Galápagos. Una misma fe, católica y apostólica, une a millones de Americanos, ya seamos descendientes de los indígenas originarios de este continente o bien de los inmigrantes europeos que vinieron posteriormente. Fijando nuestra mirada en la misericordia, nos preguntamos de qué modo nuestro testimonio personal y eclesial puede hacerse «más fuerte y eficaz» gracias a la celebración del Jubileo de la Misericordia. ¿De qué manera la Iglesia católica puede testimoniar mejor la misericordia al interior de nuestras sociedades que siendo ricas de historia y de valores religiosos, permanecen sin embargo marcadas por la miseria, la injusticia, la corrupción y la secularización?
Estos desafíos nos interrogan, sobre todo porque vivimos en una época fuertemente afectada por luchas políticas, guerras civiles y terrorismo internacional que genera inseguridad en todo el planeta. Todo esto nos obliga a levantar los ojos hacia la fuente de toda misericordia, el Padre de Jesucristo, quien, ante la oración de la Iglesia, responde a la necesidad de paz de sus hijos. Tal es la naturaleza particular de nuestro encuentro continental, que no es un congreso académico sino una «celebración de la misericordia», encuentro bastante único en su género, encuentro de oración y reflexión para que nuestro testimonio se haga más fuerte y más eficaz en el terreno de nuestra vida personal y colectiva.
La meditación que me corresponde es sobre «La Iglesia, sacramento de la Misericordia en América». Este tema está inspirado en la Constitución sobre la Divina liturgia del Concilio Ecuménico Vaticano II donde se afirma que: «del costado de Cristo dormido en la cruz nació "el sacramento admirable de toda la Iglesia"» (SC 5, CEC 1067). Esta bella expresión está tomada del inicio de la Constitución sobre la Iglesia: «Ésta, por su parte, es en Cristo como un sacramento o, sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). Exploraremos este tema de la Iglesia, Sacramento de la misericordia, en América, evocando ante todo algunos acontecimientos, luego precisando el sentido de la sacramentalidad de la Iglesia con su dimensión misionera, para concluir con algunas consideraciones pastorales que tienen el propósito de estimular nuestro testimonio continental de la misericordia.
EL DESPEGUE
La visión de la Iglesia, Sacramento de la misericordia, evoca ante todo para mí el recuerdo de una celebración penitencial en la Basílica de San Pedro durante la cuaresma de este Año jubilar. Yo me dirigí como un penitente más a esta celebración convocada por el Papa Francisco, sin prever que sería convocado a confesar algunos de los miles de peregrinos que concurrieron a la ceremonia. Cerca del altar central de la Basílica se había expuesto para la veneración de los fieles los ataúdes del santo Padre Pío de Pietrelcina y de san Leopoldo Mandic, dos famosos confesores del siglo pasado, un italiano y un esloveno, que silenciosamente nos invitaban al arrepentimiento y a la recepción de la misericordia, mientras que los penitentes se aproximaban a los confesores ubicados en los cruceros y en las capillas laterales de la Basílica.
¡Qué profunda impresión conservo del testimonio de la asamblea en esa ocasión, el del Papa en particular y el de los fieles aproximándose a la confesión y recibiendo la absolución! Nada mejor que el ejemplo del Papa mismo para impulsar la practica aún descuidada de este precioso sacramento. Sin embargo, lo que más me impresionó en esa circunstancia fue el hecho de que la asamblea, unida al Sucesor de Pedro en la Basílica mayor de la cristiandad, proclamaba con un solo corazón la Buena Noticia de la Misericordia. No estábamos reunidos, como de costumbre, para la celebrar la Santa Eucaristía, sino para proclamar gozosamente la remisión de los pecados, el hecho de que la misericordia es ofrecida y concedida no solamente a cada persona que ha recibido el perdón sacramental, sino a toda la humanidad, en virtud de la resurrección de Cristo. Confesamos de hecho una sola cosa: la resurrección de Cristo que borra el pecado del mundo, la resurrección de Cristo que redime del pecado por el poder de su Espíritu y la mediación de la Iglesia. Lo testimoniamos conjuntamente a través de nuestra propia confesión personal, pero también y sobre todo por la alegría que experimentamos al ser perdonados, la alegría que es el mejor anuncio de la misericordia, el testimonio más bello y más atrayente para aquellos que no conocen el Evangelio.
Conservo este precioso recuerdo como una experiencia luminosa del Año jubilar, que ilustra perfectamente el tema de la Iglesia Sacramento de la Misericordia. ¡Qué más significativo, en efecto, que una asamblea de penitentes celebrando el perdón y la alegría de la reconciliación que restaura la comunión y la fraternidad entre los hombres! Siendo esta buena noticia de la misericordia destinada a toda la humanidad, es misión de la Iglesia anunciarla a todos por la palabra, los sacramentos, la caridad, la santidad de vida y aún del arte. Si alguna vez pueden visitar el santuario de San Giovanni Rotondo, en el sur de Italia, donde se conserva con celo en la cripta el cofre con los restos del Santo Padre Pío, no dejen de contemplar los famosos mosaicos del Padre Marko Rupnik s.j., un artista esloveno que rinde homenaje al santo y misericordioso confesor, a la luz de la resurrección de Cristo, rodeando e iluminando esta cripta maravillosa, tapizada de escenas evangélicas, que atrae a un flujo ininterrumpido de peregrinos sedientos de misericordia y esperanza.
Nuestra celebración continental es un eco y una reedición de esta proclamación universal de la resurrección del Cristo misericordioso que se quiere portadora de esperanza y de alegría para nuestro continente. Este acontecimiento nos ofrece la ocasión de evocar la fe de nuestros padres, de retomar el valor de nuestros mártires y sobre todo la caridad de nuestros santos que han difundido el Evangelio en el continente. Cuántas cosas serían dignas de atención en esta circunstancia, comenzando por la epopeya misionera que atravesó el continente con la llegada de los europeos, pero que despegó verdaderamente con las Apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe a San Juan Diego sobre la colina del Tepeyac, en la llanura de México. Otros oradores evocaron este gesto maravilloso en el que el rostro de la divina Misericordia apareció en aquel de la Virgen con cara mestiza que se revela como «la Madre del Dios verdadero».
¡Qué otra cosa mejor podía hacer el papa Francisco para conquistar América que recogerse por largo tiempo en silencio en el Camerino del santuario de nuestra Señora de Guadalupe! Él se ha dejado mirar por la Madre de la misericordia, por la Madre de todos, para testimoniar enseguida esta misma mirada misericordiosa hacia todos los fieles, la más grande y bella característica de su pontificado. Estamos aún conmovidos por este gesto simple que ha conquistado de un solo golpe a todo el pueblo mexicano, del cual se sabe que si no es perfectamente creyente, es perfectamente guadalupano, a causa de la imperecedera semilla de sus numerosos mártires que murieron al grito de: «¡Viva Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe!».
Este grito de sangre derramada ha resonado en todo el continente, de Norte a Sur y de Este a Oeste. Ha convertido a perseguidores, inspirado sacrificios, enardecido tropas, sostenido resistencias, animado luchas por la libertad y la justicia; también ha inspirado a poetas, suscitado comunidades y multiplicado vocaciones sacerdotales y religiosas que expresan la fe de un pueblo agraciado con un don particular del Espíritu Santo. Este pueblo fiel, adherido al manto de la Madre de Dios, ¿no es un gran signo de la Iglesia, Sacramento de la Misericordia? Un pueblo compacto en su fe, unido al Sucesor de Pedro, incomparablemente entusiasta en su acogida a los Sumos Pontífices, que lo han privilegiado en encuentros memorables, de magnitud no sólo continental si no universal.
¡Qué recuerdo guardo del Jubileo de la Misericordia celebrado en la prisión de Ciudad Juárez, cuando el Papa Francisco visitó a los mil prisioneros, de los cuales doscientos eran mujeres! Qué discurso tan conmovedor pronunció aquella joven mujer penitente, a nombre de todos, reconociendo las faltas cometidas, los sufrimientos causados, pero también la injusticia sufrida en una sociedad en que las mujeres son golpeadas y despreciadas, pero donde ellas también son capaces de resiliencia y de valor para levantarse e integrarse en la comunidad. La Iglesia, Sacramento de la Misericordia en América, es también este testimonio continental difundido a través de todas las cadenas de radio y de televisión, extendido ante todo a las demás prisiones del país, pero también a tantos otros pobres que podían escuchar, prisioneros de una u otra forma de la injusticia y de la miseria, pero consolados repentinamente por un aliento de esperanza.
Todos los viajes apostólicos del Santo Padre llevan un mensaje semejante de misericordia y esperanza para las multitudes reunidas y las periferias visitadas, sea con ocasión de su primer contacto con tres millones de jóvenes sobre la playa de Rio de Janeiro en 2013, o en sus encuentros con grupos populares en Bolivia, en Ecuador o en Paraguay. Estos grandes encuentros alrededor del Sucesor de Pedro son, por sí mismos, bendiciones, signos de comunión, oasis de fraternidad y de misericordia. Ellos nos muestran concretamente a la Iglesia en estado de misión, la Iglesia, sacramento de la misericordia, por su testimonio de Esperanza y de alegría.
LA TRAVESÍA
El Concilio Ecuménico Vaticano II ha hablado de la Iglesia como de un «sacramento», es decir como un signo y un instrumento que realiza la unión con Dios y la unidad de todo el género humano (Cf. LG 1). Pero, ¿qué es propiamente un sacramento? El Catecismo de la Iglesia Católica define los sacramentos como «signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia, a través de los cuales la vida divina nos 8 es dispensada» (CEC 1131). La dificultad hoy es que ya no se sabe bien lo que es la gracia, y en consecuencia no se comprende bien qué es un sacramento de la gracia. En las culturas secularizadas de nuestra época, el lenguaje cristiano de la gracia se ha vuelto hermético. Se imagina la gracia como una especie de talismán que proporciona beneficios con un toque de magia; o bien la gracia es una buena suerte o un favor que nos ha llegado por casualidad; o incluso una cualidad puntual que hace más meritorios nuestros actos y en consecuencia más seguros de darnos la salvación. Incluso, la noción de salvación es tan nebulosa como la de la gracia, siendo otra categoría olvidada en nuestros días. ¿Qué es por tanto la gracia y qué es la salvación? ¿Qué es, en consecuencia, la Iglesia, sacramento de la gracia y de la salvación, sacramento de la misericordia?
La pregunta nos obliga a dar un salto hacia atrás, siguiendo la corriente hasta sus orígenes, subiendo por así decirlo las aguas de un río hasta llegar a su fuente. ¿Cuál es la fuente de la gracia y de la Iglesia? El bautismo, que Jesús le ha dejado en el momento de su partida de este mundo. «Vayan pues y de todas las naciones haced discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a observar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28, 19-20). En efecto, esta misión de la Iglesia de evangelizar y de bautizar se enraíza en el bautismo del mismo Jesús, en el Jordán y en la Cruz. En la Cruz, su obediencia amorosa al Padre en el Espíritu lo ha sumergido en la muerte y en el más allá, operando de este modo la salvación del mundo por su resurrección de entre los muertos. De allí proviene la gracia de nuestra salvación por el bautismo que nos sumerge en la muerte y en la resurrección de Cristo, una inmersión en el amor trinitario, un baño purificador de todas nuestras faltas, tal es el primer gran signo de la divina misericordia.
Habiendo establecido bien este kerigma, la pregunta sobre la Iglesia Sacramento de la misericordia aparece en segundo término con relación a Cristo mismo, primer sacramento de la misericordia. En efecto, Jesucristo es el Hijo de Dios hecho carne, que ha tomado un cuerpo visible para hacer palpable la comunión trinitaria del Dios invisible. Es de su cuerpo único, nacido de María, crecido en Nazaret, crucificado bajo Poncio Pilatos y colgado en la cruz, es de su Corazón traspasado, que ha nacido «el admirable Sacramento de toda la Iglesia» (CEC 1067). El cuerpo de Cristo muerto y resucitado es por tanto, por excelencia, el signo y el instrumento visible de la comunicación de la vida divina a la humanidad. A través de este Cuerpo auténtico (Corpus verum), y solamente a través de él nos descubrimos y accedemos a la Vida eterna que es pura efusión de Amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, una Comunión Tri-personal infinita y absoluta, ofrecida por medio de Cristo a toda creatura. En una palabra, este invisible misterio trinitario se ha manifestado presente y vivificante en el Cuerpo de Cristo, Sacramento primordial de la salvación ofrecida a toda la humanidad.
Este sacramento del Cuerpo de Cristo nos es familiar bajo la forma de su cuerpo eucarístico, que presupone todo esto que acabamos de expresar y que contiene, en consecuencia, toda la comunión trinitaria. A través de este sacramento, ella nos es dada en comunión, ella nos envuelve, nos penetra y nos transforma en el contexto de la celebración eucarística. De aquí proviene la nobleza incomparable de la celebración eucarística que es por excelencia el sacramento de la misericordia, en cuanto signo e instrumento privilegiado de la comunicación de la vida divina a la humanidad. Por esta razón nuestras asambleas dominicales son importantes, de un extremo al otro del continente. Ellas forman una cadena de solidaridad alrededor de Cristo Resucitado entregando su Cuerpo sacramental a la Iglesia, su Esposa, para que ésta se haga cuerpo con Él y lo prolongue como sacramento de Su Amor.
Vista su capital importancia, la Eucaristía debe por tanto ser promovida y sostenida por una catequesis adecuada y una cuidadosa predicación en la vida ordinaria, como también por las celebraciones de adoración, los congresos eucarísticos diocesanos, nacionales o internacionales que destacan su valor como la fuente y el culmen de la vida y de la actividad de la Iglesia (SC 10). De este misterio sacramental, que actualiza la apertura del Corazón de Cristo crucificado y resucitado, emana en efecto la vitalidad y la eficacia del «admirable Sacramento de la Iglesia», este cuerpo social o místico que el Espíritu Santo congrega y anima como un solo Cuerpo de Cristo. «El Espíritu de Comunión –escribe el Catecismo– permanece indefectiblemente en la Iglesia, y por eso la Iglesia es el gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos» (CEC 1108).
Los encuentros eucarísticos que hemos evocado antes, grandes o pequeños, son emanaciones ad extra de la Comunión trinitaria, son ríos de agua viva que irrigan la historia humana y que no se estancan, fecundando parajes sedientos, bautizando naciones, reconciliando pueblos, uniendo los destinos personales y colectivos a través de vínculos durables, lavando y sanando las heridas, socorriendo a los hambrientos y a los sedientos, trasformando a los pecadores y a los incrédulos en hijos e hijas de Dios. En síntesis, toda la sacramentalidad de la Iglesia emana del bautismo, de la Eucaristía y de los otros sacramentos en vista de un solo propósito: extender la filiación divina de los hijos de Dios, difundir la comunión del Espíritu del Padre y del Hijo, participar en la naturaleza divina que no es más que Amor y Misericordia.
Necesitamos por tanto mantener la vista en la amplitud de la divina misericordia, que trasciende los límites, las faltas y las vicisitudes de la historia humana. Ella no se limita al perdón de los pecados, a la reconciliación de los pecadores y a la restauración de la fraternidad entre los hombres; ella da mucho más, infinitamente más, comunicando el Espíritu de Dios a los bautizados, dándoles la fuerza y el valor para ofrecer un auténtico testimonio como discípulos de Cristo. Es esto, en definitiva, lo que significa la Gracia: más allá de la «sanación» de los pecadores por la remisión de sus pecados, ella confiere una «elevación» de la persona para compartir la vida divina, que los Padres griegos llamaron «divinización», apoyándose en la Sagrada Escritura. En San Pablo y en San Juan, ésta habla efectivamente de «participación en la naturaleza divina» (Consortes divinae naturae) (2Ped. 1, 4) y de comunión con la Vida en el Espíritu del Padre y del Hijo.
Cuando pensamos entonces en la Iglesia, Sacramento de la Misericordia, no debemos olvidar jamás esta profunda dimensión de la filiación divina de los hijos de Dios, que define quiénes somos, y que funda mejor que cualquier otra consideración, nuestra práctica generosa de las obras de misericordia. No es pues, en primer lugar, por sermones moralizadores que somos movidos a la misericordia, sino por una toma de consciencia teologal de nuestra condición de hijos e hijas del Padre misericordioso.
Misericordes sicut Pater, misericordiosos como el Padre, proclama el refrán del Año jubilar. En una palabra, nuestra filiación divina en Cristo y el Espíritu es la más profunda dimensión de la divina misericordia y la más importante para la nueva evangelización del continente americano. Nuestras asambleas dominicales en torno a Cristo resucitado serían más atrayentes y motivantes si, con homilías adecuadas, pudiéramos descubrir nuestra divina-humanidad, como lo enseña la tradición oriental y el Padre Rupnik a través de su nuevo arte del mosaico. Divina humanidad quiere decir koinonia, comunión y participación de nuestras relaciones humanas en las relaciones trinitarias. En estas relaciones divino-humanas se encuentran bendecidas y santificadas ante todo las familias, Iglesias domésticas, fundadas sobre el sacramento del matrimonio, que son «comunidades de vida y de amor» (GS 48) manifestando la sacramentalidad de la Iglesia. En ellas, la comunión entre las personas humanas contiene, por decir así, la comunión de las personas divinas, a semejanza de la Santa Familia de Nazaret, donde Jesús, Hijo de Dios, hace participar a los padres de las relaciones trinitarias. La familia, Iglesia doméstica, es una sufrida realidad en nuestros días, pero que permanece llena de esperanza, como se puede aún en las parroquias vivas, en las cuales existen numerosas familias que catequizan a sus hijos y que nutren a la Iglesia con vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Estas Iglesias domésticas, como las llama el Concilio Vaticano II, son una riqueza extraordinaria para la evangelización, un recurso aún muy poco reconocido y explotado, pero que la conversión pastoral promovida por la Exhortación Apostólica post-sinodal Amoris Laetitia debería ayudarnos a valorizar y acompañar mejor.
La familia es, ciertamente, la primera escuela de humanidad, en cuanto escuela de amor bajo todas sus formas, conyugal, parental y fraternal, así como escuela de solidaridad y de respeto ante la creación como casa común de la humanidad. Su éxito o su fracaso determinan la cualidad de las virtudes y de las obras de misericordia que testimonian la sacramentalidad de la Iglesia. «Por tanto, donde la Iglesia esté presente –escribe el Papa Francisco–, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia» (MV 12).
Entre estos oasis de misericordia yo destaco, entre otras, las comunidades de base, numerosas en el continente, que se construyen en torno a la Palabra de Dios, meditada, compartida y vivida. Toda la América está llena de estas comunidades de base, animadas por los catequistas o por delegados de la Palabra, que son un sinnúmero de estrellas brillantes en la noche de la indiferencia religiosa. Su presencia capilar refuerza la sacramentalidad de la Iglesia en América. Su amor por la Palabra de Dios, alimentado tan frecuentemente como sea posible por la comunión eucarística, representa un sólido baluarte frente a la invasión progresiva del materialismo práctico y del proselitismo de las sectas. Su testimonio de fraternidad sinceramente nutrido con la Palabra de Dios y abierto al ecumenismo, no es sólo un signo atrayente de la gracia; es una fuente eficaz de misericordia y de caridad activa que regenera constantemente el tejido social de una población, de una ciudad y de un país.
Tampoco olvidamos en este cuadro las múltiples asociaciones, fraternidades y movimientos que difunden el pensamiento social de la Iglesia y su opción preferencial por los pobres, tan fuertemente destacada por Francisco. «¡Cómo sueño con una Iglesia pobre al servicio de los pobres!» ¿Cómo no acoger este grito surgido del corazón del Sucesor de Pedro que ha hecho eco de la esperanza de los pobres de su propio continente!? ¡Aquella esperanza de paz y de reconciliación perdurable ha hecho posible su discreta pero eficaz mediación para el restablecimiento de las relaciones diplomáticas y comerciales entre los Estados Unidos y Cuba! ¡Aquella esperanza también hace nacer el proceso de paz en Colombia, apoyado por la Iglesia, que se compromete en él como hospital de campaña y sacramento de la misericordia.
La misión de la Iglesia en nuestro continente, como Sacramento de la misericordia, conlleva todos estos elementos que hemos evocado hasta ahora: el testimonio público de la misericordia a través de la celebración comunitaria y personal del sacramento del perdón y de la reconciliación; los peregrinajes populares a los santuarios de la Madre de Dios; las obras de misericordia con los prisioneros y los excluidos de la sociedad; la irradiación social de las comunidades cristianas alimentadas por la Palabra de Dios y la Eucaristía, comenzando por la familia, Iglesia doméstica, a la cual se agregan los numerosos carismas misioneros de movimientos y comunidades que se distinguen por sus obras de evangelización y misericordia.
EL DESCENSO
La última reunión plenaria de la Comisión Pontificia para la América Latina estudió otra dimensión importante de la sacramentalidad de la Iglesia: el compromiso de los fieles laicos en la vida pública de nuestros países, tema de actualidad que nos ha valido un bello y vigoroso mensaje del Papa Francisco. Ante la tentación de muchos de no mezclarse en la política a causa de la corrupción que reina de modo endémico en la mayor parte de nuestros países, Francisco responde que no hay que tener miedo de ensuciarse las manos y que más bien hay que tener el valor de exponerse para sanear la moral pública de nuestras sociedades, en los dominios de la economía, de la política y de las comunicaciones. A este propósito, debo decir que me ha impresionado descubrir en Brasil, más que en otros lugares, cadenas de televisión católicas con cobertura nacional que saben cómo asegurar una presencia y una evangelización eficaz en un campo dominado por los intereses privados poco cuidadosos del bien común. El Papa Francisco también nos da el ejemplo de una conversión pastoral en el campo de las comunicaciones. El convoca en particular a los laicos a comprometerse en la vida pública de nuestros países como cristianos inteligentes e íntegros, para que asuman sus responsabilidades y se involucren en las iniciativas que pueden mejorar la suerte de los pobres, y contribuir a la justicia social, a la protección de la creación y a la paz en América.
Antes de concluir, permítanme evocar una última dimensión de la sacramentalidad de la Iglesia, aún más fecunda que las mencionadas hasta ahora, pero que permanece escondida y misteriosa. Me refiero a la pasión que sufren ciertos miembros del Cuerpo de Cristo, enfermos, perseguidos o martirizados, y que viven su suerte en unión con la pasión de Cristo.
La figura del Bienaventurado mártir Oscar Arnulfo Romero nos viene espontáneamente a la memoria, cuya muerte violenta, ocurrida mientras ofrecía el Santo Sacrificio, no podía estar asociada de manera más estrecha la muerte amorosa de Cristo. Más allá del actuar de la Iglesia que hemos descrito, que es signo eficaz de misericordia, está el padecer de la Iglesia; el sufrimiento de sus miembros enfermos, perseguidos o torturados, que continúan amando y esperando a pesar de todo. Con frecuencia me viene a la memoria la vida de Luz Marina, una joven mujer de un barrio pobre en Manizales, que visitaba regularmente durante los años 80, cuando era el Rector del Seminario Mayor. Ella estaba entonces, y aún lo está, clavada sobre un lecho desde la edad de 10 años por causa de una misteriosa parálisis. Su aceptación del sufrimiento me hizo comprender que hay vocaciones a seguir a Cristo en su pasión sufriendo con Él; su fe en la resurrección como victoria del Amor me ha confirmado que «sólo el amor es digno de fe» (Von Balthasar), sólo el amor es verdaderamente eficaz en la Iglesia. «Amar, ser amado y hacer amar el Amor», decía santa Teresa del Niño Jesús. Este tipo de vocaciones a la pasión por amor son fuentes de bendición para toda la comunidad, ellas son columnas de la Iglesia, sin las cuales no hay barrio, población, ciudad o país que se sostenga. En el cielo veremos todo lo que estas almas inmoladas por amor han aportado a la Iglesia, sacramento de la misericordia, para la salvación del mundo. En definitiva, la participación en la pasión de Cristo a través de la enfermedad, la vejez, la injusticia sufrida, la persecución o la contemplación de las almas consagradas y enclaustradas, representa una fuente incomparable de gracias, una expresión sublime de la sacramentalidad de la Iglesia, su dimensión más honda y más eficaz para el advenimiento del Reino.
CONCLUSIÓN
La Iglesia, Sacramento de la misericordia en América, es en síntesis todo el dinamismo del Espíritu Santo que se manifiesta en la comunión de las Iglesias locales, gracias a la poderosa intercesión de las almas santas, al dinamismo evangelizador de los discípulos misioneros, a la caridad y a la fraternidad de las comunidades de fe, al testimonio público de laicos a través de su actividad social y profesional, al compromiso político por la justicia y la protección de la creación; en una palabra, el poder del Espíritu Santo anima la comunión misionera de los bautizados, communio sanctorum, que brota de la celebración eucarística e irriga todas las relaciones de amor en las familias, las parroquias, los movimientos y asociaciones, al igual que en las comunidades de vida consagrada que encarnan la riqueza carismática de la Iglesia al servicio del Reino.
En todos estos aspectos y dimensiones de la vida personal y social de sus miembros, la Iglesia, sacramento de la misericordia del Padre, es una luz y una fuerza de comunión que eleva a la humanidad, la libera del individualismo, del egoísmo, del odio y de la ignorancia religiosa por la iluminación del Evangelio y del Bautismo. Su presencia y su acción pacificadora en el continente americano constituyen una muralla contra los asaltos de la secularización y sus consecuencias deshumanizantes, especialmente con la promoción de la piedad popular y mariana que protege el pueblo de Dios de las ideologías y las manipulaciones comerciales y mediáticas.
«La Iglesia, sacramento de la misericordia en América» es todo esto, y todo esto constituye un solo testimonio; el testimonio trinitario de Cristo resucitado que continúa su misión en su Cuerpo eclesial a partir de su Cuerpo eucarístico, fuente del Espíritu de Amor, de Verdad y de Paz. Pueda, pues, el llamado del Papa Francisco, orientar nuestras miradas prioritariamente hacia la Misericordia en este Jubileo, abrirnos a todas las dimensiones que hemos evocado, y transformarnos en testigos más creíbles y eficaces del «sacramento admirable de la Iglesia entera».
Marc Card. Ouellet