Mons. Fisichella: Este es el tiempo de la misericordia

2016-08-27-Celam

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Este es el tiempo de la misericordia

Bogotá, 27 de agosto de 2016

 

 

 

Porqué el Jubileo

 

Luego de que el Papa Francisco, el 13 de marzo de 2015, anunciara de manera sorpresiva el Jubileo de la Misericordia, desde muchos lugares comenzó a surgir el interrogante: “¿Por qué un Jubileo?”. La pregunta tenía sentido. De hecho, el Jubileo suele celebrarse cada 25 años y el último, querido por san Juan Pablo II en el 2000, logró generar gran entusiasmo en la Iglesia, pues la introducía en el tercer milenio de su historia. La Carta apostólica Novo millennio ineunte, que el santo papa entregó al finalizar el Año Santo, estaba todavía en las manos de muchos obispos quienes habían hecho de su enseñanza un verdadero “programa” pastoral. ¿Por qué, entonces, un nuevo e inesperado Jubileo, que para muchos llegaba a entrometerse en un calendario pastoral ya programado y a alterar los planes de los obispos y de las diócesis? 

El mismo Papa respondió a esta pregunta el día de la indicción oficial del Jubileo, durante la celebración de las Primeras Vísperas del Domingo de la Misericordia. En esta circunstancia, efectivamente, expresó en una breve reflexión: “Una pregunta está presente en el corazón de muchos: ¿por qué hoy un Jubileo de la Misericordia? Simplemente porque la Iglesia, en este momento de grandes cambios históricos, está llamada a ofrecer con mayor intensidad los signos de la presencia y de la cercanía de Dios. Éste no es un tiempo para estar distraídos, sino al contrario para permanecer alerta y despertar en nosotros la capacidad de ver lo esencial. Es el tiempo para que la Iglesia redescubra el sentido de la misión que el Señor le ha confiado el día de Pascua: ser signo e instrumento de la misericordia del Padre (cf. Jn 20,21-23). Por eso el Año Santo tiene que mantener vivo el  deseo de saber descubrir los muchos signos de la ternura que Dios ofrece al mundo entero y sobre todo a cuantos sufren, se encuentran solos y abandonados, y también sin esperanza de ser perdonados y sentirse amados por el Padre. Un Año Santo para sentir intensamente dentro de nosotros la alegría de haber sido encontrados por Jesús, que, como Buen Pastor, ha venido a buscarnos porque estábamos perdidos. Un Jubileo para percibir el calor de su amor cuando nos carga sobre sus hombros para llevarnos de nuevo a la casa del Padre. Un Año para ser tocados por el Señor Jesús y transformados por su misericordia, para convertirnos también nosotros en testigos de misericordia. Para esto es el Jubileo: porque este es el tiempo de la misericordia. Es el tiempo favorable para curar las heridas, para no cansarnos de buscar a cuantos esperan ver y tocar con la mano los signos de la cercanía de Dios, para ofrecer a todos, a todos, el camino del perdón y de la reconciliación” [1].

 “Por esto el Jubileo: porque es el tiempo de la misericordia”. Esta expresión, en su sencillez, sintetiza el pensamiento del Papa. Así pues, es necesario entrar en el mérito de este horizonte para tratar de ver en qué modo la misericordia se vuelve la clave para leer, interpretar y vivir este Año Santo. Sabemos que la misericordia no se deja encasillar en un único término que la pueda designar. Al contrario, en el mismo momento en que queremos definir la misericordia –es decir, darle una descripción que agote su contenido– la habremos destruido completamente. La misericordia tiene necesidad de permanecer abierta. Ella pertenece a la esencia de Dios y, como tal, la mente humana solo puede captarla y describirla en sus aspectos, pero no circunscribirla a una forma de tipo matemático. La misericordia escapará siempre a cualquier fórmula estereotipada porque indica el obrar mismo de Dios que nunca podrá ser agotado. Su riqueza es infinita y se mantiene como fuente inextinguible del amor de Dios. De alguna manera, podría ser útil aplicar a la misericordia lo que un grande santo, poeta y doctor de la Iglesia, el diácono Efrén el Sirio, escribió a propósito de la Palabra de Dios: “Somos como los sedientos que beben de una fuente. Tu Palabra, Señor, presenta muy diversos aspectos, según la variada capacidad de los que la estudian. El Señor pintó con multiplicidad de colores su palabra, para que todo el que la estudie pueda ver en ella lo que más le guste. Escondió en su palabra variedad de tesoros, para que cada uno de nosotros pudiera enriquecerse en aquello que decide contemplar. Su palabra es un árbol de vida: te ofrece frutos benditos. Ella es como aquella roca abierta en el desierto que se transforma para cada hombre, de cualquier parte, en bebida espiritual… Aquel a quien le toca alguna de estas riquezas no crea que no hay nada más en la Palabra de Dios de cuanto ha encontrado. Se dé cuenta más bien que él no ha sido capaz de descubrir si no una sola cosa entre muchas otras. Luego de haberse enriquecido con la palabra, no piense que por eso la empobrecerá. Incapaz de agotar su riqueza, dé gracias por su inmensidad. Alégrate porque has sido saciado, pero no te sientas triste por el hecho de que la riqueza de la palabra te supere. El que tiene sed se pone contento cuando bebe, pero nunca se entristece por no poder agotar la fuente. Mucho mejor es que la fuente satisfaga tu sed a que la sed seque la fuente. Si tu sed se sacia sin que la fuente se extinga podrás beber de ella cada vez que tendrás necesidad. Si en cambio saciándote secaras la fuente, tu victoria sería tu desgracia. Da gracias por lo que has recibido y no te entristezcas por la abundancia sobrante. Lo que has recibido y conseguido es tu parte, lo que ha quedado es tu herencia. Lo que, por tu debilidad, no puedes recibir en un determinado momento lo podrás recibir en otra ocasión, si perseveras. No tengas el descaro de querer conseguir de un solo golpe lo que no puede ser tomado de una vez, y no desistas de lo que solo podrás recibir siempre un poco a la vez” [2].

La liturgia espacio real de la misericordia

La misericordia se nos presenta con muchos rostros que representan su belleza, su bondad y la realidad que manifiesta. Entre tantos he escogido dos rostros de la misericordia que podemos aprehender como expresión calificativa de su multiforme realidad. El primero se contempla en laliturgia. Es aquí donde se capta la verdad profunda de la misericordia como esencia de la Trinidad. Si solo tuviéramos el tiempo para verificar cuántas veces el término resuena en la liturgia, veríamos que es omnicomprensivo. En la mayoría de las colectas, la misericordia aparece como la invocación más recurrente que hacen los fieles al Padre, para que la conceda abundantemente como expresión de vida nueva. Una entre las más conocidas es la que el Papa Francisco ha querido recordar en la BulaMisericordiae vultus: “¡Oh Dios! que revelas tu omnipotencia sobre todo con la misericordia y el perdón...” [3]. Muchos otros textos reflejan la misma intensidad; se piense, solo para ejemplificar, en la Colecta del Domingo de Cuaresma, día destinado desde la antigüedad al escrutinio de los catecúmenos:: “Dios misericordioso, fuente de todo bien, tú que nos has propuesto el ayuno, la oración y la limosna como remedio al pecado, recibe con agrado la confesión que te hacemos de nuestra debilidad y ya que nos oprime el peso de nuestra culpas levántanos con el auxilio de tu misericordia” [4]. Como se ve, miseria humana y bondad se encuentran para dar voz a la misericordia como expresión de liberación total.

 En la liturgia eucarística, además, desde el inicio hasta el final, la misericordia constituye la referencia constante para entrar purificados y vivir dignamente la celebración de los sagrados misterios. “Dios tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna”, son las palabras del sacerdote que acompañan el acto penitencial. De la misma manera el sacerdote implora por sí mismo en la plegaria eucarística del Canon Romano: “Y a nosotros, pecadores, siervos tuyos, que confiamos en tu infinita misericordia”; y al concluir la Segunda plegaria eucarística decimos: “Ten misericordia de todos nosotros y concédenos participar de la vida eterna”. “Compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca”, es el inicio de la Cuarta plegaria eucarística. Antes de la invitación al signo de la paz, la misericordia aparece otra vez: “para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado”. Así entonces, lejos de ser una referencia parenética la misericordia es el eje estructural de la oración litúrgica.

En la liturgia se comprende el valor performativo que la oración asume para obtener misericordia. Tal vez la expresión que más que ninguna otra merece ser recordada en este contexto es la invocación del Salmista, tantas veces retomada en la liturgia: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación” (Sal 85,8). En cada celebración litúrgica, esta palabra se vuelve realidad. En los sagrados misterios que la Iglesia celebra, la Trinidad se revela como el misterio del amor insondable, vivido desde la eternidad, que se inclina con bondad hacia los creyentes, inundándolos del don de la gracia inescrutable que se expresa en los sacramentos. Una rápida mirada a este salmo permite comprender el gran valor que la oración litúrgica le confía. En efecto, no es un caso que lo encontremos en el periodo del Adviento, cuando se indica el don más grande del Padre a la humanidad: la Encarnación del Hijo. En este Salmo afloran los elementos fundamentales que componen la misericordia: perdón (v. 3),conversión (v. 5), salvación (v. 8), paz (v. 9), gloria (v. 10), amor (v. 11), verdad (v. 11), justicia (v. 11), bien (v. 13), son empleados por el Salmista para expresar la alegría del don de la misericordia divina, los cuales dejan ver los trazos del rostro de Cristo. El tema del “retorno” (shub), presente varias veces en el Salmo, no es solo una referencia a la deportación del pueblo durante el exilio, sino que también indica, de una manera más espiritual, la conversión y el retorno a la casa del Padre, quien espera impaciente el regreso de cuantos se han alejado (cf. Lc 15,11-32). Y sin embargo, no solamente el hombre retorna a Dios; también a Dios se le pide que vuelva hacia su pueblo. Solo en este modo la misericordia adquiere todo su valor, pues encarna el verdadero rostro de Dios que no se deja llevar por la ira, sino que aplaca su enojo (cf. v.5); si la primera dura un instante, lo segundo se repite por la eternidad. Así entonces, todo en este Salmo habla de la ternura y del amor de Dios que se dirige al corazón del hombre para que reconozca su misericordia.

Con razón Juan Pablo II escribía: “La Iglesia profesa la misericordia de Dios, la Iglesia vive de ella en su amplia experiencia de fe y también en sus enseñanzas, contemplando constantemente a Cristo, concentrándose en él, en su vida y en su evangelio, en su cruz y en su resurrección, en su misterio entero […] La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia—el atributo más estupendo del Creador y del Redentor—y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora. En este ámbito tiene un gran significado la meditación constante de la palabra de Dios, y sobre todo la participación consciente y madura en la Eucaristía y en el sacramento de la penitencia o reconciliación. La Eucaristía nos acerca siempre a aquel amor que es más fuerte que la muerte […]El mismo rito eucarístico, celebrado en memoria de quien en su misión mesiánica nos ha revelado al Padre, por medio de la palabra y de la cruz, atestigua el amor inagotable, en virtud del cual desea siempre El unirse e identificarse con nosotros, saliendo al encuentro de todos los corazones humanos. Es el sacramento de la penitencia o reconciliación el que allana el camino a cada uno, incluso cuando se siente bajo el peso de grandes culpas. En este sacramento cada hombre puede experimentar de manera singular la misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que el pecado” [5]. En la acción litúrgica, por tanto, el creyente se pone en contemplación de la misericordia de Dios. En el silencio de la escucha, percibe la potencia del misterio que viene a su encuentro y lo habilita con la gracia para que sea su testigo en el mundo. Lejos de ser un momento que distancia del vivir la misericordia, la liturgia permite su justa actuación. Ponerse de rodillas delante de la grandeza del amor misericordioso de la Trinidad es el signo tangible de la transformación que sucede en el corazón de cada persona que ha escuchado el anuncio del evangelio de la misericordia y, con la fe, ha adherido a él. 

A la luz de este contexto en el que la contemplación del misterio se hace más directa, las palabras del Papa Francisco al término de la Misericordiae vultus son particularmente sugestivas: “Desde el corazón de la Trinidad, desde la intimidad más profunda del misterio de Dios, brota y corre sin parar el gran río de la misericordia. Esta fuente nunca podrá agotarse, sin importar cuántos sean los que a ella se acerquen. Cada vez que alguien tendrá necesidad podrá venir a ella, porque la misericordia de Dios no tiene fin. Es tan insondable la profundidad del misterio que encierra, tan inagotable la riqueza que de ella proviene”[6]. El tiempo litúrgico es entonces, con toda razón, el tiempo de la misericordia.

 

La misericordia como testimonio

 

Un segundo rostro se revela en la vida de los creyentes. Muchos son los rostros de la misericordia que se deberían admirar, tantos cuantos son los rostros de los discípulos de Cristo. Claro está, el pecado que limita está siempre al acecho. Para cada uno de nosotros la tentación de encerrarse en sí mismo, en la indiferencia y en el cansancio está siempre rondando. A pesar de ello, sabemos que la misericordia obra como ese “corazón inquieto” del cual hablaba san Agustín; ella no deja tranquilo a ninguno hasta no verlo convertido en instrumento de misericordia. Las palabras del Papa Francisco son una provocación permanente para nuestra vida de fe: “En nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia”[7]. Así debería ser. La presencia activa del creyente requiere estar permeada por la misericordia con la cual profesa la fe, que lo hace discípulo de Cristo; con la que pone de manifiesto el amor, que lo incita al obrar; con la que proclama laesperanza, que le permite estar siempre en camino hacia el cumplimiento de la promesa. Las palabras del Papa Francisco deben interpretarse como el trazado de un itinerario en el que se indica dónde la Iglesia debe sentirse mayormente comprometida. Esto lo recuerda a menudo con profunda convicción: “Las obras de misericordia no son temas teóricos, sino testimonios concretos. Obligan a remangarse para aliviar el sufrimiento”[8]. La misericordia, por tanto, no es una palabra abstracta, sino un acto, una acción, un signo concreto que se realiza en la vida.

En este contexto, un pasaje de una de las meditaciones dirigidas a los sacerdotes con ocasión de su Jubileo me ha impresionado de manera particular. El Papa Francisco dijo: “Las obras de misericordia son infinitas, cada una con su sello personal, con la historia de cada rostro. No son solamente las siete corporales y las siete espirituales en general. O más bien, estas, así numeradas, son como las materias primas —las de la vida misma— que, cuando las manos de la misericordia las tocan o las moldean, se convierten cada una de ellas en una obra artesanal. Una obra que se multiplica como el pan en las canastas, que crece desmesuradamente como la semilla de mostaza. Porque la misericordia es fecunda e inclusiva”[9]. Un verdadero reto el de dar voz y forma a la fecundidad de la misericordia. Este se expresa en el intento no solo de reinterpretar las siete obras de misericordia corporales y espirituales que conocemos, sino también en la capacidad de descubrir e inventar otras nuevas. Esta es una obligación para la Iglesia porque, al hacerlo, ella puede comprenderse realmente inserta en la historia que vive y en la que está llamada a ser “signo e instrumento” de la misericordia del Padre. Es obvio que ante la parábola sobre las obras de misericordia corporales que Jesús mismo nos dejó, casi como un testamento[10], cada cristiano se sentirá interpelado a vivirla al pie de la letra, sine glossa. Dar de comer al hambriento y de beber al sediento; hospedar a quien está sin casa y asistir a quien se encuentre en el sufrimiento de la enfermedad o de la falta de libertad. Y sin embargo me pregunto: ¿cómo se puede interpretar hoy la obra de misericordia de “vestir al desnudo”? La Sagrada Escritura no nos deja mucho espacio para actualizar nuestra interpretación. Es preciso comprender bien el texto que conocemos para poder darle su sentido completo. Ya al inicio del Génesis encontramos el lamento de Adán: “He escuchado tu voz en el jardín: tuve miedo porque estaba desnudo y por eso me escondí” (Gn 3,10). A este momento de turbación que sobreviene luego del pecado que arruina la relación con Dios y con los demás acude inmediatamente en ayuda la misericordia del Padre; comenta el libro del Génesis: “El Señor Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles y los vistió” (Gn 3,21). Tal vez sea esta la primera mención de la acción misericordiosa de Dios, cuando les quita a Adán y Eva el embarazo a causa de su desnudez. No son ellos quienes se visten, es Dios quien les procura el vestido. El ocultamiento provocado por la desnudez, que generaba aislamiento, miedo y vergüenza, es ahora superado gracias al vestido que restituye una presencia social. Es la misma cosa que sucederá con Noé quien, luego de emborracharse, queda desnudo (cf. Gn 9,21). Serán sus hijos Sem y Jafet quienes caminando hacia atrás cubrirán la desnudez del padre de modo que no fuera motivo de vergüenza ante nadie (cf. Gn 9,23). El significado que se puede percibir es claro: vestir al desnudo significa restituirle la dignidad. “Estaba desnudo y me vestisteis”, por tanto, estimula a detectar las nuevas formas de pobreza y de marginación social que le impiden a las personas tener dignidad. Ciertamente, no tener trabajo, no tener una casa, no recibir un salario acorde a la labor cumplida, ser discriminados por la propia fe... son todas situaciones que impiden tener dignidad. Cómo la Iglesia y el cristiano puedan contribuir a restituir la dignidad a cuantos están desnudos constituye un imperativo que no puede tomarnos por sorpresa, sino que nos obliga a estar vigilantes ante las nuevas formas de pobreza. 

Del mismo modo, deberíamos entrar en el mérito de las obras de misericordia espirituales. ¿Cómo puede ser vivida hoy aquella que dice: “corregir al que yerra”? En un contexto cultural como el nuestro, donde el individualismo ha hecho perder de vista la responsabilidad por el otro, ¿cómo podríamos hacer comprender la falta de responsabilidad social que invade actualmente tantos ámbitos de la vida pública? ¿Cómo hacer comprender a una persona que se equivoca, que seguir por ese camino no conduce al bien y mucho menos impide la realización de su identidad personal? El relativismo que nos acompaña, según el cual bueno es lo que cada uno cree como tal, ¿cómo puede ser superado con miras a un bien común que descubre en la ley inscrita en lo profundo del corazón de cada uno y en la naturaleza común su fundamento objetivo? De este modo, desde cualquier ángulo que las consideremos, estamos invitados a ofrecer una interpretación más efectiva de las obras de misericordia, para que sean actuales y concretas en medio de las cambiantes condiciones sociales y culturales en las que nos movemos.

Podríamos sentirnos tentados a ir directamente a lo concreto y a hacer cosas; no obstante, la indicación que se nos da es, ante todo, la de tomar conciencia y estar ciertos de la exigencia de no permitir acostumbrarnos a la misericordia. Así como no se deja definir, ella tampoco permite que la circunscriban a un hospital, a una escuela, a un comedor o a un albergue. No, la misericordia es más bien un corazón inquieto que busca continuamente el rostro de Cristo en el del hermano y no se rinde hasta cuando, por decirlo con las palabras de Jesús en la parábola del buen samaritano: “se compadeció de él, se le acercó y le vendó las heridas, versando en ellas aceite y vino; luego, cargándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y cuidó de él” (Lc 10,33-34).

Cuidar al hermano: este es el primer impacto que se tiene con la misericordia. Algunos rasgos de esto los podemos encontrar en la vida cotidiana de los primeros cristianos. Es bien conocido el relato de Pedro y Juan quienes, después de Pentecostés, se dirigieron al templo para la oración (Hch 3,1-7). El relato es rico de detalles que merecen ser recordados: un paralítico de nacimiento pedía limosna en la puerta “Hermosa” del templo. Viendo llegar a Pedro y Juan “les pidió limosna”. No olvidemos que detrás del gesto habitual, se esconde sin embargo la palabra clave: ἐλεημοσύνη. En griego, misericordia se dice ¡“limosna”! Estamos llamados entonces a ver, detrás del acto de pedir una moneda, la petición de obtener misericordia. Y he aquí como se expresa la misericordia en Pedro: “Fijando la mirada en él… dijo: Míranos”. Aquel paralítico esperaba recibir una suma; Pedro, en cambio, le ofrece misericordia. La suya no fue una entrada afanosa en el templo, tampoco manifestó fastidio por un mendigo más en la puerta que le pedía dinero. Pedro mira al mendigo, se da cuenta de él y le dirige la palabra. No tiene ni oro, ni plata, pero cuanto posee, su fe y su amor por Jesús, lo ofrece y lo comparte con el pobre paralítico. La enseñanza es profunda. La misericordia es primariamente un compartir que involucra la vida misma de la persona. No es en primer lugar un billete, sino el acto por el cual se comparte lo más importante de cuanto se tiene. La misericordia mira directamente a lo esencial de la vida y a aquello que cada uno cree tener como su bien más preciado. Para terminar, Pedro toca el mendigo: “lo tomó de la mano y lo levantó”. Cuántas veces hemos escuchado al Papa Francisco hablar de la exigencia de “tocar la carne de Cristo”. La misericordia es un tomar de la mano y levantar. Es entonces un compromiso concreto que ayuda a realzarse de la condición de pobreza para recuperar la dignidad perdida. Pasar junto a una persona, darse cuenta de su necesidad, iniciar una conversación, mirarla a los ojos, tocarla, compartir y ayudar a realzarla… estos son los rasgos que permiten poner en práctica la misericordia.  Así pues, la misericordia es la vida cotidiana de cada creyente que desea ser discípulo del Señor. Una vida que se manifiesta con la atención, la cercanía, la solidaridad, el compartir, la consolación y el perdón. Es por todo esto que este es el tiempo de la misericordia.

 

Para concluir

 

El Jubileo tiene un carácter extraordinario, pero yo considero que ha de marcar claramente la vida de la Iglesia. La mirada después del 20 de noviembre deberá ser capaz de seguir considerando la misericordia como el lugar privilegiado en donde es posible hacer la experiencia de la fe que se reaviva, de la esperanza que se refuerza y de la caridad que no se fatiga. Ciertamente, después de un Año Santo tan intenso, vivido en la experiencia directa con todas las Iglesias presentes en el mundo, el reto se vuelve grande. Este consiste en verificar cómo continuar siendo testimonio de la misericordia y cómo hacer de ella el corazón de la acción pastoral. Con razón el Papa Francisco insiste en que la misericordia debe ser considerada como la “viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia” y su entera “acción pastoral”. Retomando sus palabras, que son un indicio luminoso para el empeño de la pastoral después del Jubileo: “Nada en su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia. La credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino del amor misericordioso y compasivo. La Iglesia «vive un deseo inagotable de brindar misericordia» […] Ha llegado de nuevo para la Iglesia el tiempo de encargarse del anuncio alegre del perdón. Es el tiempo de retornar a lo esencial para hacernos cargo de las debilidades y dificultades de nuestros hermanos. El perdón es una fuerza que resucita a una vida nueva e infunde el valor para mirar el futuro con esperanza”[11].

A la Iglesia ha sido confiado el “ministerio de la reconciliación” (2Cor 5,18). Es mediante este anuncio concreto que el mundo puede creer en al amor de Dios, que se ha donado a sí mismo por la salvación del hombre. Nunca podrá faltar, por ende, la  “palabra de la reconciliación” (2Cor 5,19) en la que la Iglesia se empeña para hacer resplandecer en el mundo la luz de la misericordia aparecida con la presencia de Cristo Redentor. El tiempo de la misericordia, entonces, no se concluye con el fin del Jubileo, sino que se perfila ante nosotros como un compromiso para el futuro de la Iglesia en el mundo. Una responsabilidad que no puede ser exigida a otros, porque involucra en primera persona a cada cristiano. El corazón de cada uno, por tanto, se llene de alegría por el gran don que se nos ha dado de llevar a todos el Evangelio de la misericordia.

 

Rino Fisichella

 

 

 

[1] Francisco, Celebración de las Primeras Vísperas del II Domingo de Pascua o de la Divina misericordia (11 de abril de 2015).

 

 

[2] Efrén, Comentarios sobre el Diatesseron 1,18-19.

 

 

[3] XXVI domingo del Tiempo Ordinario. Esta colecta aparece ya en el siglo VIII entre los textos eucológicos del Sacramentario Gelasiano (1198).

 

 

[4] III domingo de Cuaresma.

 

 

[5] Juan Pablo II, Dives in misericordia, n. 13.

 

 

[6] Francisco, Misericordiae vultus (MV), n. 25.

 

 

[7] MV n. 12.

 

 

[8] Francisco, Audiencia jubilar (30 de junio de 2016).

 

 

[9] Francisco, Retiro espiritual impartido por el Santo Padre con ocasión del Jubileo de los Sacerdotes. Tercera meditación (2 de junio de 2016).

 

 

[10] No se olvide que este capítulo 25 de Mateo es el último discurso que Jesús realiza. La parábola narrada sobre el juicio final puede ser interpretada fácilmente como la última enseñanza dejada por Jesús a los discípulos en la teología de Mateo; cfr. J. Gnilka, Il Vangelo di Matteo II, 533-554.

 

 

[11] MV 10.